Mi pasión por ella no es sólo el fruto de un amor a primera vista. Ya sea por que la vea desde ángulos distintos o porque aprendí a mirarla con la mente en silencio que, cada vez que vuelvo, siento el goce puro que envuelve como una nube en su torbellino de formas y colores. Y nada es ya capaz de borrar esa imagen de mi pensamiento.
El primer día, esperando entrar a la Academia, nos preguntábamos si merecía la pena guardar casi dos horas de cola sólo para ver el David, il Gigante. Porque teníamos tres días para apresar un fragmento de la dimensión espiritual de la ciudad, aquella que nace de la pintura, la arquitectura y la escultura, apresarla y sentirla, y para tal propósito convenía la plegaria leonardesca “Dios, Tú nos vendes los bienes a precio de sudores”. Bastó el primer impacto para, reteniendo la respiración –ni siquiera la obra de Fidias me había emocionado tanto-, sentir la potencia mental y física del joven coloso; pues es tal la atracción que irradia, tal la fascinación, que te entusiasma y te confunde y buscas explicación a esa magia en el ímpetu del escalpelo de Miguel Angel, el que infundió en la masa de mármol una naturaleza tan conmovedora. Hay en el cuerpo relajadamente tenso de este bélico David, tras el misterioso “velo mortal”, toda la fuerza de una anatomía perfecta, pero también la serenidad de un espíritu inteligente y precavido consciente de la magnitud del enemigo al que espera con mente alerta pero confiado pues él, que está más allá del hombre completo, le es superior en todo.
Volveré al Duomo donde las finas líneas y la combinación de colores de su fachada y del campanile de Giotto y el arte derrochado por Ghiberti en la puerta del Baptisterio contrastan de forma tan sutil con la potencia de la cúpula de Bruneleschi. Un burbujeo afrutado de champán italiano nos despierta en el palazzo del Hotel Bernini, vecino a la piazza de la Signoría, anticipándonos el palpitar del gran festín de arte del universo pictórico de los Uffizi. Y también del palazzo Vecchio o del Pitti, de la iglesia de Santa María Novella o de la Santa Croce, con su sorprendente arte funerario; y por supuesto de S. Lorenzo donde, además, está el magnífico Pensagiero y las otras asombrosas esculturas de las tumbas de los Medici: Día, Noche, Aurora y Ocaso. Al atardecer, pasearemos por la orilla del Arno acompasando el paso al parsimonioso discurrir de sus aguas y, a través del poético ponte Vechio, pasaremos de una a otra orilla hacia calles y plazas que exhalan vitalidad en esta ciudad de tan intensa belleza.
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