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El mercado se extendía a lo largo de una calle ancha, con amplias aceras ocupadas, en parte, por infinidad de tenderetes frente a bajos comerciales. Entre ellos circulábamos formando parte de una interminable y compacta procesión. La mayoría sólo curioseaba, muy pocos compraban y casi nadie llevaba bolsas. Sin embargo, la oferta era abundante y barata en artesanía, ropa, calzado, copias de marcas y miles de artículos de lo más variado. A diferencia de Patpong, donde las ofertas multidisciplinares erotico-obscenas resultaban agobiantes, el mercado nocturno de Chiang Mai ofrecía un paseo de lo más relajante. Aunque la diversidad de objetos y el ambiente bullicioso estimulaban a la compra, ésta se podía hacer de forma pausada disfrutando del ineludible regateo; de hecho, realizamos más compras de las que teníamos previsto. Pero estábamos satisfechos, en especial de una preciosa (y voluminosa) cabeza de Buda tallada en madera de teca.

La cantidad de bolsas con que nos habíamos juntado iba a ser un problema a la hora de hacer el equipaje...; excelente motivo para adquirir una maleta de “marca” (Louis Vuitton, por ejemplo) como las que vimos al otro lado de la calle. No nos apetecía volver atrás para cruzar por el paso de peatones, así que nos colamos por entre dos puestos y atravesamos desde allí la calzada pra alcanzar la otra acera. La calzada se me antojó exageradamente ancha: llegando a la mitad, la soledad y el silencio, en medio de una completa oscuridad, me produjeron cierto desasosiego (miedo sería más exacto), y la luz, la gente, el bullicio quedaban ya demasiado lejos para dar la vuelta. No circulaba ni un sólo vehículo, ninguna persona,  ni siquiera un perro, nada, solo oscuridad, oscuridad y silencio. Apuré el paso tirando de Alonso, ajeno a mis aprensiones.

Sin embargo no estábamos tan solos como yo creía. Amparado en la silenciosa oscuridad del asfalto, en la parte de atrás de un tenderete, un joven observaba nuestra travesía con mezcla de asombro, curiosidad y descaro. De estatura mediana, piel morena y espeso pelo negro ondulado y alborotado, nos observaba como si aguardase nuestra llegada. Al pasar por su lado, por el estrecho espacio libre entre dos tenderetes, percibí en sus ojos oscuros una mirada maliciosa... Luego, al encontrarme en la zona iluminada formando parte nuevamente del reguero de despreocupados turistas me sentí aliviada. Pero miré hacia atrás y le vi nuevamente.

 

  Repartimos las compras entre el par de bolsos de viaje que habíamos comprado... Al salir de la tienda, tropezamos con él apoyado en el quicio de la puerta. Quise dejar de pensar, seguir disfrutando... pero su presencia se dejaba sentir... un paso por detrás. No era paranoia: me di la vuelta y allí seguía. Exasperada, le dirigí una mirada interrogante: “¿Por qué nos sigues?”.

Cuando volví a mirar ya no estaba ¡Uf! ¡Qué alivio!

Algunas personas poseen la cualidad de ver doscientos setenta grados a la redonda sin fijar la vista en nada; yo también: Desde hacía un buen rato, llevábamos tres muchachos, entre los dieciséis y los veinte años, pegados a la espalda; éramos la meta de una persecución por relevos. El del medio tenía un aspecto muy peculiar, alto y desgarbado con el cráneo, desproporcionadamente pequeño, cubierto por una mata de pelo largo, lacio y mal recortado; los otros dos eran más bajos, pero anchos y recios.

-Nos están siguiendo –dije a Alonso con disimulo-; antes era uno, y desapareció, ahora son tres.

-¿Ésos?, –preguntó despectivo después de echarles un vistazo.

Decidimos acercarnos al centro comercial donde habíamos adquirido la talla de madera de Buda: si seguían de largo podríamos quedar tranquilos.

Después de andar unos metros por el interior del Centro, me di la vuelta con la esperanza de no verlos. No fue así, se habían apostado delante de la puerta de entrada. Seguimos hasta la tienda donde compráramos el Buda de teca.

Buscamos a la vendedora y le explicamos lo que pasaba, el motivo de estar allí de nuevo.

-Habrá otra entrada ¿no? –dije cuando ya se daba la vuelta, desentendiéndose.

-No. Ésa es la única entrada. Lo siento –contestó sonriente.

Los tipos seguían parados a la puerta, estirando el cuello para poder ver por encima del mar de cabezas de los pasillos del Centro; nos habían perdido de vista. Seguramente se hartarían de esperar y se irían. Convencidos de ello, nos pusimos a curiosear por las estanterías de la tienda repletas de artesanía en madera.

Había pasado suficiente tiempo como para que se hubieran cansado de esperarnos. Me asomé al pasillo pero inmediatamente me volví para adentro: los dos más bajos se encontraban a pocos metros de donde estábamos. Venían mirando a los lados, buscando algo, a alguien ¿a nosotros? Al verme, se dieron un codazo y apuraron el paso desapareciendo por el fondo del pasillo. Advertí a Alonso.

-Eso significa que se están impacientando -dijo.

En efecto, el tercero, el alto y desgarbado, venía a buen paso directo hacia donde nos encontrábamos. Se detuvo en la tienda de enfrente (simulando interés ¡por un traje!) mientras observaba nuestros movimientos por el rabillo del ojo.

-Ahí está el otro… -dije en un susurro.

-¿Ése? ¿Es ése? –dijo Alonso elevando la voz, señalando al tipo- ¡Policía! ¡Policía! –reclamó sin dejar de señalarlo.

-¿Dónde está la Policía turística? –levantando aún más la voz al ver que se escabullía entre la gente.

-¿Dónde está la Policía turística? -pregunté a una dependienta.

-Saliendo a la calle a la izquierda -contestó displicente. El alboroto que se formó en la tienda al reclamar la presencia de la policía le incomodaba.

-¿Está muy lejos? –insistí.

  Mandó venir a la dependienta más joven y después de darle instrucciones en lengua thai, dijo:

-Ella les acompañará hasta allí, no se preocupen.

Seguimos a la chica convencidos de que nos conduciría hasta el puesto de Policía, pero a unos metros de la salida dio media vuelta y nos dejó plantados.

La calle seguía atestada de gente y buscar el puesto de Policía, sin saber su lugar exacto ni a qué distancia estaba, no nos pareció la mejor opción: los del hotel nos recogerían en un calle que se encontraba en sentido contrario. Fuimos hacia allí.

Aunque no les veíamos podían aparecer en cualquier momento; sabíamos que iban a por nosotros. Dejé de apoyarme en el bastón, olvidándome del pie lesionado, y aunque correr era imposible apuré el paso cuanto pude. Sólo pensaba en salir de aquel tumulto, abandonar el mercado cuanto antes... En la esquina de la calle donde vendrían a recogernos, había una cafetería y fuimos disparados a sentarnos en la terraza: desde allí, protegidos por un seto, se tenía una buena perspectiva de la calle y de parte del mercado.

Empezaba a respirar aliviada cuando me llamó la atención, en la esquina de enfrente, un joven de camiseta roja, ¿de qué me sonaba…? ¡No podía ser! ¡Sí, lo era! ¡El alto desgarbado de pelo mal cortado!

Andaba con la cabeza baja,  las manos a la espalda y otro le llevaba cogido del brazo. Se quedaron parados en el borde de la acera. Un coche de policía aparcó delante. Poco después desaparecían calle abajo.

  29. De novela...(II)

 

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