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Repartimos las compras entre el par de bolsos de viaje que habíamos comprado. Y, al salir de la tienda, tropezamos con él. Quise dejar de pensar, seguir disfrutando, pero sentía su presencia un paso por detrás. No era paranoia: me di la vuelta y allí seguía. Le miré interrogante, exasperada: “¿Por qué nos sigues?”, me hubiese gustado preguntarle, pero callé y seguí a Alonso. Cuando volví a mirar ya no estaba; ¡Uf!, ¡qué alivio!

Algunas personas poseen la cualidad de ver doscientos setenta grados a la redonda sin fijar la vista en nada; yo también: tres muchachos, entre los dieciséis y los veinte años, llevaban un rato pegados a nuestras espaldas. Me sentí la meta de una persecución por relevos. El del medio tenía un aspecto muy peculiar, alto y desgarbado con el cráneo demasiado pequeño cubierto por una mata de pelo liso mal recortado; los otros dos eran más bajos, pero anchos y recios.

-Nos están siguiendo –dije a Alonso con disimulo-; antes era uno, y desapareció, ahora son tres.

-¿Ésos?, –preguntó despectivo después de echarles un vistazo.

Decidimos acercarnos al centro comercial donde habíamos adquirido la talla de madera de Buda; si seguían de largo podíamos quedar tranquilos.

Después de andar unos metros por el interior del centro, me di la vuelta con la esperanza de no verlos, de que hubiesen seguido de largo. No fue así, se habían detenido delante de la puerta. Seguimos hasta la tienda donde compráramos el Buda y buscamos a la vendedora. Le explicamos lo que pasaba, el motivo de estar allí de nuevo.

-Habrá otra entrada, ¿no? –dije cuando ya se daba la vuelta, desentendiéndose.

-No. Ésa es la única entrada. Lo siento –contestó sonriente.

Los tipos seguían parados a la puerta, estirando el cuello para poder ver por encima de las cabezas; nos habían perdido de vista. Seguramente se hartarían de esperar y se irían. Convencidos de ello, nos pusimos a curiosear por las estanterías de la tienda repletas de artesanía en madera.

Había pasado suficiente tiempo como para que se hubieran cansado de esperarnos, me asomé al pasillo e inmediatamente me volví para adentro: los dos más bajos se encontraban a pocos metros de donde estábamos, venían mirando a los lados, buscando algo. Al verme se dieron un codazo y desaparecieron por el fondo del pasillo. Advertí a Alonso.

-Eso significa que se están impacientando -dijo.

En efecto, el que faltaba, el alto y desgarbado, venía directo hacia nosotros a buen paso. Se detuvo en la tienda de enfrente simulando interés por un traje. Nos miraba por el rabillo del ojo.

-Ahí está el otro… -dije en un susurro.

-¿Ése?, ¿es ése? –señaló Alonso al tipo elevando la voz- ¡Policía! ¡Policía! –reclamó sin dejar de señalarlo.

-¿Dónde está la Policía turística? –levantó aún más la voz viéndolo escabullirse entre la gente.

-¿Dónde está la Policía turística? -pregunté a una dependienta.

-Saliendo a la calle a la izquierda -contestó displicente.

-¿Está muy lejos? –insistí.

El alboroto que se formó en la tienda al reclamar la presencia de la policía, le incomodaba. Mandó venir a la dependienta más joven y después de darle instrucciones en lengua thai, dijo:

-Ella les acompañará hasta allí, no se preocupen.

La seguimos convencidos de que nos conduciría hasta el puesto de Policía. Pero a unos metros de la salida dio media vuelta y nos dejó plantados. La calle seguía atestada de gente, y buscar el puesto de Policía sin saber el lugar exacto ni a qué distancia estaba no nos pareció la mejor opción: los del hotel nos recogerían en el sentido contrario; fuimos hacia allí. Aunque no les veíamos, podían aparecer en cualquier momento: sabíamos que iban a por nosotros. Yo sólo pensaba en salir de aquel tumulto, abandonar el mercado cuanto antes. Dejé de apoyarme en el bastón olvidándome del pie lesionado, y aunque correr era imposible, apuré el paso cuanto pude. Llegamos a la calle donde vendrían a recogernos. En la esquina había una cafetería y fuimos disparados a sentarnos en la terraza. Desde allí, protegida por un seto, se tenía una buena perspectiva de la calle y de parte del mercado.

Empezaba a respirar aliviada cuando me llamó la atención, en la esquina de enfrente, un joven de camiseta roja, ¿de qué me sonaba…? ¡No podía ser! ¡Sí, lo era! ¡El alto desgarbado de pelo mal cortado!

Andaba con la cabeza baja,  las manos a la espalda y otro le llevaba cogido del brazo. Se quedaron parados en el borde de la acera. Un coche de policía aparcó delante. Poco después desaparecían calle abajo.

  30. El Triángulo de Oro

Tag(s) : #Mercados flotantes y mercadillos
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