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Moorea

 

 

-¡Maeva! ¡Bienvenidos!  -saludó el guía polinesio. Después pasó a presentarse, en un francés susurrante, casi inaudible, y comenzó su retahila de informaciones sobre la isla:

-Nos encontramos en mitad del océano Pacífico, a 17º32’ latitud sur y 149º latitud oeste. Tahiti es la isla capital, la más grande del archipiélago de La Sociedad en la Polinesia francesa. Son en total 118 islas. Si las colocásemos juntas sobre el mapa, taparían toda Europa. Tahiti es una de las más jóvenes, surgió hace tres millones de años de una erupción volcánica; y hace sólo 500000 que surgió Tahiti Iti; llamamos así a la casi isla, unida a la grande por un istmo.

  A Través de la ventanilla, se veia el verde exuberante de las abruptas montañas, interrumpido a veces por aceradas y enormes rocas basálticas.

-De aquellos cataclismos surgieron las montañas del centro de la isla -señaló-. Por su interior discurren túneles volcánicos por donde circuló la lava líquida. Tienen de 10 a 15 metros de ancho y varios cientos de metros de largo. Con el enfriamiento, se formaron inmensas grutas de piedra y lagos interiores. Si quieren recorrer alguno de esos lavatubes, necesitarán llevar el equipo adecuado: linterna, casco, suelas antideslizantes en el calzado, arneses ... y además, tiene que acompañarles un guía experto; es muy fácil perderse. Si se animan se lo puedo organizar para mañana. Podrían darse un baño en uno de los lagos; aunque les advierto que el agua está muy fría.

Perderme en el vientre de una montaña no estaba dentro de lo que consideraba un riesgo a asumir, y lanzarse al negro integral de uno de aquellos lagos interiores debía ser muy emocionante pero a mí sólo me sugería un fuerte constipado. Por mi parte, preferia seguir recorriendo la costa con sus playas de arena blanca y arena negra, y bañarme en sus cálidas aguas (algo que aún no había podido hacer) que aventurarme en el interior de una cueva monda y lironda. Siguiendo la carretera que rodea la isla, pasamos por un lugar llamado Punta de Venus. Fue allí, cerca del faro y la playa, donde Cook, en su segundo viaje, descubrió el planeta Venus. Más adelante, el microbús se detuvo y no sabíamos cuál era el motivo, pues lo único que teníamos  a la vista, al otro lado de la carretera, era una gran pared de piedra gris, desnuda y lisa.

-Es una tuba-dijo el guía señalando algún sitio en la pared-. En ocasiones, el furor volcánico se deja oir a través de conductos que llegan a la superficie en forma de agujeros en cualquier parte de la roca -por ejemplo al lado de una carretera, como ocurría allí.  

Bajamos para observar de cerca la tuba y oír el furor volcánico. En la pared de la roca, a ras de suelo, se abría un trou du souffleur. Acercando la oreja pude escuchar un sonoro resoplido que se repetía cada cierto intervalo de tiempo. No era otra cosa que el quejido de la energía encerrada en el interior de la tierra dejando notar asi su presencia. Resultaba inquietante escucharlo tan de cerca. Repentinamente, en lugar del quejido que esperaba, una ráfaga airada y violenta de aire, gases y vapor de agua salió escopetada. Afortunadamente, lo hizo en sentido contrario al que yo me encontraba, de no ser así habría salido despedida. Al volver, tropecé con los demás que, parados al otro lado de la carretera, había renunciado a escuchar de cerca el  furor volcánico contentándose con ver de lejos los efectos del trou du souffleur. Unos cientos de metros más adelante, nos adentramos por un sendero que penetraba en un bosque húmedo y sombrío; los árboles altos de los lados apenas dejaban pasar la luz del día por entre las ramas de sus copas. En un claro, delante de una pared de roca lisa y oscura, se precipitaban las cristalinas aguas de una cascada estrecha y filamentosa como la blanca cola de un caballo. Esas aguas son consideradas sagradas por los nativos y, al pié de la cascada, en las piscinas que se forman sobre el lecho de piedra dura, se bañan determinados días del año.El aire saturado de agua pulverizada acabó por empaparnos el pelo y la ropa como si nos hubiésemos bañado.

De vuelta al microbús, el guía anunció que nos acercaríamos al marae Arahurahu, uno de los más bellos de Polinesia, dijo.

-El marae es el lugar donde los antiguos celebraban los ritos sagrados. Los tikis, de los que ya habrán oído hablar, son los símbolos de los dioses maoríes. En el marae Nuutere, fijense, por favor, en los Tahua, los patios empedrados; y en los ahu, lugares de los dioses con tronos destinados a reyes y sacerdotes. ¡¡Ah! ¡Y no se les ocurra mover ninguna piedra! ¡Es tabú, trae mala suerte!

La visión de los marae no me produjo ninguna impresión digna de mención. Mientras los demás recorrían el recinto de suelo empedrado, que al igual que los muretes bajos que lo bordeaban, estaba compuesto de pequeñas piedras redondeadas y oscuras (piedras sagradas), aproveché para preguntarle sobre la antigua religión maorí y sus dioses.

Dejando atrás los maraes, pasamos por entre macizos volcánicos cubiertos de un manto verde y espeso. Hacíamos paradas de vez en cuando: unas veces para tocar un árbol, el del pan o el de la vainilla, otras para contemplar los nativos practicando surf en un mar de pequeñas olas pero con tantas rocas que ponían los pelos de punta.
Pasamos por delante de las Grutas de Maraa y nos detuvimos ante la boca de la gruta Vaipori. La pendiente resbaladiza a la entrada de la gruta junto a la oscuridad reinante hizo que más de uno probara en carne propia la dureza del terreno. Las risas que se oyeron a raíz de las caídas no provenían del lado de los visitantes sino de otro lugar más al fondo de la cueva (lo que nos dejó a todos sorprendidos y expectantes ya que no se veía a nadie más que a los integrantes del grupo). Sonaban infantiles, y ampliadas al chocar contra las paredes; nítidas como en una habitación vacía. Detenidos al final de la rampa deslizante, donde comenzaba el lago que ocupaba el centro de la gruta, escudriñábamos el espacio ante nosotros intentando distinguir alguna forma en aquel espacio sombrío. Al fin se dejaron ver: jóvenes nativos con las greñas mojadas pegadas al cráneo y la sonrisa aún bailando en el rostro, comenzaron a emerger en la negra superficie del lago como en un baile de cabezas de espíritus burlones. A medida que avanzaban hacia la orilla, la luz del atardecer que entraba por la boca de la gruta, a nuestra espalda, iluminó sus  cuerpos broncíneos brillantes por el agua. Al salir mostraron su total desnudez. Se acercaban a recoger sus ropas tendidas en el suelo, a nuestro lado cuando, inexplicablemente, un estridente silbido sonó fuerte y rotundo. Sorprendidos, buscamos el origen de algo tan inesperado como fuera de lugar. No me había percatado de su presencia hasta entonces. Era una mujer de edad avanzada, japonesa, casi cabría decir una venerable anciana. Iba tocada con un gorro deportivo y un pito de árbitro en la boca. Se dirigía hacia ellos con los brazos abiertos, soplando como si hubiese enloquecido, como poseida.

Todavía hoy no me explico la surrealista reacción de la vieja turista japonesa.

Sin embargo, los nativos reían con frescura, sin malicia, mirando sin comprender pero confiados. Eran como los personajes de las pinturas tahitianas de Gauguin, espirituales e inocentes; podia creerse que habían saltado de alguno de sus cuadros.

 
Gauguin 002 Vista Web grande Tahiti     27. Buscando a guaguin en su museo de Tahiti

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MAPA DE MOOREA (pinchar aquí)

 

 


 


Tag(s) : #Mítico
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