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          Caminamos hacia el mercado Bogyoke Aung San por una calle atestada de coches, bajo un dosel formado por cientos de cables negros de distintos calibres, algunos ya pelados, abombándose hacia  el suelo sobre nuestras cabezas. Centenares de antenas parabólicas asomaban a ventanas y balcones que junto a la gran cantidad de hierros, palos, alambres y cuerdas que cubrían las fachadas multicolores, daban a las casas el aspecto de jaulas de grillos apiladas

.A Myanmar (Yangon)1 Con cuidado donde poníamos los pies a fin de de sortear los escupitajos rojos de buyo mascado, nos acercamos a una joven shan que, acuclillada entre dos coches, ofrecía gestualmente degustar el producto de su exótico restaurante: una montaña de fideos de arroz, que con la ayuda de un cepillo de púas de plástico, repeinaba con mimo para mantener su forma en el centro de una tina agujereada.

            Seguimos hasta la entrada del mercado donde una hilera de tiendas adosadas a sus muros emitía al exterior, a través de los cristales de escaparates, toda la sinfonía de verdes que posee el jade, de una belleza tan profunda y sedosa que incitaba a acariciarlo. 

           Como prometiera una hora antes, Ma Lo, nos enseñó a reconocer la calidad de una piedra de jade. Para ello extrajo de su mueble expositor un corazón verde de jade poco más pequeño que la palma de su mano. Su tacto era increíblemente suave…; como si a través de los invisibles poros de la piedra emanara una capa fina y voluptuosa semejante al aceite de jazmín. Al situar la pieza delante de una lámpara encendida, los rayos de ésta quedaron difuminados formando un halo de luz matizada sólo comparable a la que crea un artista en torno a una santa o un rostro divino. De su cualidad más objetiva habla el dicho “Mejor es morir como jade destrozado que vivir como teja completa”, que asimila la rectitud de un espíritu libre, de virtud inquebrantable, con la dureza del jade. Para demostrarlo, Ma Lo arrastró el corazón de jade apretándolo con fuerza contra el cristal del mueble expositor: el jade salió indemne, pero sobre el cristal quedó grabada una raya fina y bastante profunda. 
           Resistí a todos los encantos de aquella preciosa pieza con obstinada tozudez evocando aquella otra que recibí como regalo, en un viaje a Hong Kong, de suavidad y transparencia incomparables, a imagen y semejanza del más leal de los corazones.

 

             La voluntad austera del visitante se pone a prueba nuevamente cuando, al traspasar la puerta del mercado, una infinidad de refulgentes rubíes, rojo sangre de pichón, como no se encuentra en ninguna otra parte del mundo, inundan con su fulgor las pupilas del más rebelde de los visitantes. Vistos de cerca, sus destellantes facetas parecen encerrar tras ellos minúsculos volcanes de estática lava ardiente. Son pequeños, me dije. Y con la mirada prendida en el pavé de rubíes de las sortijas, pendientes, pulseras, collares y colgantes, y antes de caer víctima del mal de Stendhal, me dejé llevar por la riada de gente que fluía hacia otras partes del mercado de características más acordes con espíritus sencillos.

 

              Pero si hay algo en Myanmar a lo que debemos sucumbir tarde o temprano y sin ningún tipo de remordimiento, es a hacerse con algún objeto de laca. Aunque se encuentra en la mayoría de los países asiáticos, los birmanos afirman que su técnica es la mejor. Revolviendo entre platos, mesas, teteras, tazas, fuentes, bandejas, vasos; lisos o decorados; negros o rojos, cubiertos de pan de oro o con incrustaciones de nácar; hechos sobre bambú o con crin de caballo como base, di con una pieza muy especial:
              Era alta, con forma de cilindro de unos 40 centímetros de diámetro, roja como la teja y con discretos dibujos geométricos brillando sobre su superficie mate; además, aparentemente, no servía para nada. La curiosidad me llevó a descubrir el atávico escenario que escondía tras su barriga abultada. Acerqué la nariz. Desprendía aroma a tiempo -sin duda no era de fabricación reciente- y al quitar la cubierta que camuflaba su función a ojos de inexpertos, aparecía una bandeja sembrada de manchas blancas de cal de concha, huellas indelebles de haber sido utilizada, quizás, por varias generaciones. En el interior de su inflada barriga escondía otros dos compartimentos más: el inferior y más amplio, para apilar las hojas de betel, y sobre él, encajada en la cima, una bandeja igual a la primera donde se guarda la nuez de areca, la cal de concha y las especias que su dueño hubiese tenido por costumbre añadir para la confección del buyo.

A Myanmar (Inle)6

               El mercado Bogyoke es muy grande y la variedad de artículos interminable, pero si uno sabe lo que busca, no es difícil de encontrar. Hubiese preferido salir de allí con un tesoro que abultara menos (hasta un mes después no volveríamos a casa) pero dentro de aquella caja vacía esperaba encontrar historias todavía desconocidas para mí.

 

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3. Aung San y la independencia de Myanmar.

La Birmania de la era colonial

 

 

 

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Tag(s) : #Mercados y joyas
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