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Dos día después de la llegada a la Isla, llegó la dichosa maleta al hotel. Cuando la abrimos, tras una rápida mirada por encima, nos llevamos una sorpresa: el cartón de tabaco de Alonso se había esfumado, habían vaciado de su contenido uno de mis frascos de colorante para el cabello, y una petaca de coñac francés estaba vacía.

-El tabaco no me importa, traje más, pero el coñac… Espero, al menos, que el que se lo ha bebido, haya sabido valorarlo -dijo Alonso disimulando su fastidio.

-No debió dejarles la llave de la maleta –me reprochó Sonia.

Tenía razón.

-La presencia de una mujer policía y su sabueso me pusieron nerviosa -dije tratando de justificar mi ingenuidad.

Mientras el sonriente policía de aduanas me explicaba que, para facilitar las cosas, era preferible que le dejara la llave, la imponente presencia de la asiática de rasgos duros, alta y tiesa, que sujetaba con firmeza la correa corta del pastor alemán, detector de drogas, con el que recorría la Terminal  marcando el paso, me distrajo. A pesar de su falda tubo hasta la rodilla, el pelo negro recogido en un moño bajo y los zapatos de medio tacón, aquella mujer inspiraba más temor que el perro que la acompañaba con toda su fiereza. Todo el mundo se apartaba a su paso. Y di la llave al policía, sin pensar.

Lo que no terminaba de explicarme era lo del frasco de colorante vacío. ¿Acaso pensaron que podía ser una bomba química de dos componentes y por eso vaciaron uno de los dos frascos?

Un breve paseo por la bahía permite apreciar lo verdaderamente hermosa que es. En ella conviven todo tipo de embarcaciones: los humildes sampanes, los tradicionales ferrys, los antiguos barcos  a vapor (convertidos ahora en coloridos restaurantes) y los yates más lujosos y caros; también grandes y pequeños mercantes. Un mundo abigarrado lleno de contrastes, un trajín de mercancías destinadas a cualquier parte del mundo. Hombres y mujeres, afanosos, atareados, de mirada hosca, sin tiempo para la sonrisa, manejan bultos y fardos o dirigen grúas. Mientras, al otro lado, los cruceros de lujo de varios pisos despiden glamour envueltos en la placidez del dolce far niente. No sé si a tal variedad se le puede llamar hermosa, aún en el más amplio sentido de la palabra, ya que tan abismal contraste de formas de vida deja un regusto amargo cuando se contempla; pero desde el punto de vista estético no se puede negar su belleza.

Llegamos a una parte sin apenas tráfico en las calles. En una zona tranquila del puerto, tanto como la de un pequeño pueblo costero, abordamos un sampán. Lo regía una mujer vieja vestida de negro, desdentada y de dura mirada. El día era soleado y los llamativos colores de los románticos y decadentes ferrys bailaban sobre el agua componiendo y deshaciendo figuras como en un caleidoscopio. Navegando despacio, con el motor a medio gas, nos fuimos acercando a una colonia de sampanes fondeados en un lado de la bahía. Era la ciudad flotante. Una triste y pobre ciudad flotante. De un vistazo, se percibe el estado tan precario de sus viviendas: un hornillo y poco más que unas mantas y prendas de ropa apiladas en una esquina; aunque no faltaba una planta en un bote de coca cola dando vida al forro renegrido del humilde sampán. Qué diáfana es la pobreza.

Mientras, al otro lado, a bordo de las más modernas y sofisticadas embarcaciones, la batalla cotidiana del “tanto tienes, tanto vales” se libra cada día. Tras el casco de yates y cruceros, la abundancia y el lujo. Y cerca, en millas, la austeridad de los habitantes de la ciudad flotante. Pero siglos de opacidad y oscurantismo rodean la riqueza y separan ambos mundos.

Al finalizar el recorrido, la vieja del sampán debió quedar complacida con su trabajo y quiso cobrarnos más de lo acordado. No vimos razón para ello. Y su piel oscura y arrugada, como la piel de un higo seco, se frunció exageradamente en un gesto de disgusto. Así es la vida.

12. En metro al templo de pescadores

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Tag(s) : #Vuelta al mundo de isla en isla
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