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Alguien se había equivocado.

Aquél pedazo de hierro sobreviviente de varias guerras, renqueante, repintado mil veces y ahora de amarillo grafitado, con dos duros bancos laterales pulidos por decenas de traseros  guerrilleros ¡no podía ser nuestro medio de transporte para recorrer la isla! ¡Acabaríamos magullados, medio muertos!; éso si no nos dejaba tirados en mitad del camino… (¡menos mal que en Polinesia no hay fieras salvajes! pensé). Pero sí, lo era. Y Diana, aquella enorme polinesia de pantalones blancos ajustados que sacaba a todos más de media cabeza, su explosiva conductora.  Entonces ¿qué clase de excursión nos habían organizado?

A las tres parejas que esperaban acomodadas (si vale la palabra) en los duros bancos, dos de italianos en viaje de novios y una de franceses de mediana edad, no parecía extrañarles la rusticidad del vehículo y se mostraban confiados. Nosotros, en cambio, que creíamos que se trataría de un tranquilo paseo estábamos bastante mosqueados. Y con razón. No tardaríamos en comprobar que ni sería un paseo ni sería tranquilo.

Cuando Diana ocupó su asiento, todos admiramos la facilidad con que movía el volante, que más que volante parecía un rueda de carro de la época de los romanos, grande y áspero como una arpillera, y cómo, aquel trasto herrumbroso camuflado de amarillo, respondía a sus órdenes con la sensibilidad de un ferrari sobre una pista de pruebas. Y el volante se convirtió en una prolongación de sus poderosas y huesudas manos, largas y cuidadas y de uñas pintadas de blanco como una modelo.

Dejamos atrás la carretera y nos metimos al campo entre cultivos de piña, de taro y de tiaré, cafetales y árboles de canela y vainilla. Tenía la sensación de que aquel trasto, hasta entonces herrumbroso y repintado, se había convertido, insospechadamente, en el vehículo más fiable para recorrer caminos de agua, fango, piedra o barro, o las empinadas cuestas que llevaban hasta cumbres de 1000 y 2000 metros.

Con voz clara aunque grave, Diana nos informaba, en inglés y francés alternativamente, sobre cada árbol que encontrábamos a los lados del camino; también sobre cada arbusto cuyas ramas rozaban la carrocería y penetraban por los espacios abiertos sin ventanas dejándose acariciar, impregnando el ambiente con su aroma fresco y a veces dulce. Muchas de las variedades de flores existentes en el trópico estaban presentes en aquellos campos del valle de Opunohu, y Diana sabía el nombre de todas: allamanda, oiaseau de paradis, anturium, flores del frangipaniers

Al llegar a un arroyo de aguas claras y transparentes que discurría  entre la fronda, bajo los árboles, Diana detuvo el vehículo quedando con las cuatro ruedas metidas en el cauce. Con los pantalones remangados y sin zapatos, comenzamos a descender uno a uno. A medida que los pies se sumergían en el agua helada que saltaba corriente abajo sobre los cantos rodados, surgían los ¡huy! de las chicas; y los muchachos que, aunque no protestaban, levantaban los hombros como queriendo auparse en el aire.

Buscando peces, que no había, pasamos el rato. Cuando quisimos darnos cuenta nuestra conductora había desaparecido. Resultaba extraño que escogiera un lugar sin baños (aparentemente no los había, estábamos en plena selva; además nos lo habría dicho) para hacer la consabida “parada técnica”.

Al rato vimos surgir su rostro moreno de entre los matorrales. Traía los brazos cargados con ramas de palmera y plátano, flores y piñas. Y no dijo nada. Más de uno habría podido pensar que aprovechando que pasaba por allí, había ido a recoger unas cuantas cosillas para llevar a casa: la fruta y las flores se encontraban al alcance de la mano, como en el paraíso.

Pues no, tampoco había sido éso.

Bajó el portón trasero del vehículo y usándolo a modo de mesa empezó a trabajar las hojas de plátano y palmera. Las trenzaba con tal habilidad que nos tenía embobados. Seguíamos los rápidos movimientos de sus manos concentrados en ellas como queriendo memorizarlos, como si alguien fuera a examinarnos. Las hojas se fueron entrelazando hasta convertirse en una refrescante y lustrosa fuente verde. Con la habilidad de una experimentada camarera, cortó las piñas en pequeñas porciones y las colocó sobre la fuente. Y con las flores, con aquellas exóticas flores de colores brillantes y tan extraordinarias que ni siquiera en el jardín de Louis habíamos visto, adornó el conjunto.

 Aunque no sonreía y sus gestos medidos denotaban seguridad y firmeza y sólo hablaba lo justo e imprescindible, lo hacía con delicadeza. Diana no dejaba de sorprendernos.

 

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 32. Mitología mahorí. El amor de Papa y Rango. 

 

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Tag(s) : #De Aventura
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