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Atrás quedaba el poblado de las mujeres jirafa. Y una cruz blanca, al final del camino de tierra seca, en lo alto de un pequeño edificio semejante a una iglesia donde empezaba la vegetación de la montaña, parecía estar desubicada. Sin embargo no lo estaba, las gentes de este poblado vecino son cristianos. Sus mujeres se adornan con grandes aros introducidos en el lóbulo de la oreja haciendo el agujero cada vez mayor; cuanto más largo sea el lóbulo, más guapas se las considera.

Saliendo de la aldea, un grupo de hombres y mujeres eran escoltados por una patrulla de soldados armados con fusiles. Eran birmanos. Cruzaban a diario la frontera para venir a trabajar a Tailandia donde les pagaban más que en Birmania y los soldados los escoltaban hasta la frontera asegurándose de que volvían a su país.

-También los vigilan para que no traigan  droga –el guía bajó la voz al pronunciar la palabra droga como si por el simple hecho de decirla pudieran meterlo en la cárcel. Y aclaró-: En Birmania permiten el uso de drogas; aquí no. Aquí la droga está muy perseguida pero en su país hay grandes plantaciones.

No tiene la magnitud del Mekong ni tampoco su fama, pero el paseo por las tranquilas aguas del río Pai en cuyos recodos, metidos hasta la cintura, pescan los indígenas con liana, es sumamente agradable. Una hora de lancha rápida es lo que separa el poblado Karen de la ciudad de Mae Hong Son.
La noche la pasamos en un hotel al norte de la ciudad. Un lugar semiescondido a orillas de un riachuelo que discurre encajonado entre montañas con  vegetación exuberante de matorrales y de árboles bajos. La temperatura, en pleno diciembre, era la misma de día que de noche: 20 grados centígrados.
Cuando apenas un leve resplandor se abrumaba más allá de las montañas, nos despertó el murmullo del arroyo y el canto de los pájaros. Y en el desayuno al aire libre, comentamos ilusionados el día que teníamos por delante.

La ciudad de Mae Hong Son se reduce a unas cuantas casas y unas pocas tiendas a ambos lados de la carretera… y un gran mercado. Allí convivían los puestos de pescado con los de ropa interior de señora; las frutas y verduras con los pucheros burbujeantes de sopas; las especias, guindillas y aromáticos ajos enanos aguardaban en cestas al lado de crujientes escarabajos negros y grandes. Estaban para comérselos, ¡desde luego!; pero lo dejamos para otro día.
 

En un lugar privilegiado, en lo alto de una montaña, de entre la bruma que lo envolvía, surgía el Wat Doi Kong Mu. Sus blancas paredes, acariciadas por los tibios rayos del amanecer hacían resplandecer las diversas construcciones que conforman el templo:,  los tejados rojos y dorados; los chedis blancos como dulces de merengue; los adornos de los wihan semejantes a refinadas y delicadas puntillas de un imaginario sombrero; más parecía la ensoñación de un brumoso despertar que una  visión real.
A diferencia de las imágenes de Bangkok, los Budas del Doi Kong Mu poseen la piel blanca, muy blanca, y los ojos almendrados parecen achicarse por su permanente sonrisa. Me recordaban a las jóvenes mujer-jirafa: el rostro maquillado de blanco y los labios finos, pintados de rojo vivo, estirados hacia los lados y hacia arriba en una simpática sonrisa.

Joaquín, el guía, paseaba la mano por la superficie broncínea de una hilera de campanas en el exterior del templo.

Desde arriba se tiene una preciosa vista del valle (entonces cubierto por un etéreo velo de niebla que no terminaba de levantarse). Las pequeñas casas, de una o dos plantas, se encontraban dispersas entre matorrales cuajados de flores rojas como el hibisco, y de árboles que se espejaban en las aguas del pequeño lago, el Chong Khan. Y a lo lejos, elevándose sobre el llano, una agrupación de suaves y verdes montañas enmarcaba el despejado valle.

En la serenidad de sus horas matinales, cuando ya se dejaba sentir la tibieza de los primeros rayos de sol, dejamos, aún a nuestro pesar, el Wat Doi Kong Mu.

25. Tribu Hmong

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Tag(s) : #Rural
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