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AMOR POR CHINA


Luciendo cofias con puntillas y almidonados delantales blancos, las camareras recorrían los vagones apartando la atención de los viajeros del anodino paisaje que discurría al otro lado de la ventanilla. Su remilgado aspecto resultaba tanto más anacrónico cuanto más se adentraba el tren en el país comunista. Atrás, en el tiempo, quedaba el gris oscuro de los trajes cerrados hasta el cuello, el cuello estilo Mao, del uniformado pueblo chino; un uniforme que, traspasando todas las fronteras, fue adoptado por jóvenes revolucionarios de Europa y América durante la efervescente década de los sesenta. Y ahora, la gran nación comunista, sin renegar de su pasado revolucionario –cada año se renueva la fotografía de Mao Zedong que preside la plaza de Tiananmén-, adopta las decadentes formas y costumbres burguesas que tanto persiguió. Vivir para ver; como dicen algunos melancólicos, China ya no es lo que era.

Una dulce y humilde muchacha que podía responder a la imagen que muchos tenemos de la niñita china  hecha mayor; “una chinita” habría dicho la hongkonesa, nos abordó al llegar a la estación de Guangzhou con una tímida sonrisa. Se llamaba Eva, dijo.

Aunque parezca increíble, ya que ambas ciudades pertenecen a China, para ir de Hong Kong a Guangzhou, y viceversa, las autoridades chinas exigen visado, tanto si se es chino como si no. Y nuestra guía hongkonesa no pudo acompañarnos.

De Guangzhou, más conocida en Occidente por Cantón de cuando era el único puerto de China abierto al mercado extranjero, poco hay que decir (desde el punto de vista del turismo) salvo que, como tantas otras mega ciudades, es una ciudad de contrastes: Altos edificios de ladrillo o cemento y algún rascacielos aparecen repartidos por aquí y allá, y a orillas del romántico y urbanizado río de Las Perlas; calles amplias y limpias, con cuidados jardines, dan acceso a embajadas y otros edificios oficiales situados en colonias privilegiadas; mientras, las largas calles comerciales se llenan de tiendas occidentalizadas y los barrios más humildes se embellecen con hermosas pagodas. En las afueras se palpa la relevancia de la industria por la gran extensión de terreno cubierta de naves, y por las innumerables chimeneas expulsando infatigables su ración de humo al aire.

Pero hubo otro tiempo en que la actividad industrial era aún mayor:

 -Cuando, en el sigo pasado, tras perder la guerra contra los ingleses,  los chinos fueron obligados, a raíz del Tratado de Nanjing, a abrir otros puertos al comercio extranjero, la actividad económica de Guangzhou se trasladó, sobre todo, a Shanghai –decía Eva de camino al Río de las Perlas-; allí estaban las concesiones extranjeras.

También ella mencionó la Guerra del Opio y de cómo el país se había convertido en un fumadero:

-Los ingleses pagaban a los chinos parte de su salario en opio; el opio que traían de sus otras colonias en Asia.

 El famoso río De Las Perlas, Ziu Jiang, cuyo nombre alude a las perlas que, en tiempos remotos, un acaudalado y caprichoso comerciante arrojó al agua, discurre por la ciudad bien encauzado; es en sí un centro de atracción. También lo son los jardines que bordean el lago, y las relajantes casas de té donde se pueden degustar las variedades más deliciosas llegadas de todos los rincones de China. Y, naturalmente, las pagodas y los templos (una del siglo X en el templo de la Gloriosa Piedad Filial o la Pagoda  de la Flor o la del templo del Seis Banyan) tienen un encanto especial que colma cualquier expectativa.

A la puerta de las pagodas acudían los pobres, algunos tullidos (la talidomida, tan utilizada para aliviar las molestias del embarazo, hizo estragos en China), a pedir limosna. Parados ante la estilizada pagoda del templo Seis Árboles Banyan, escuchábamos las explicaciones de Eva:

-Este templo de Seis Arboles Banyan –hablaba sin perder de vista al pobre tullido que esperaba a la puerta- fue construido en el año 537 durante la dinastía Liang...

Cuando salimos, y a pesar de la huida a grandes zancadas de Eva, el hombre, que no tenía más que unos muñones como piernas, consiguió seguirnos hasta llegar al coche. Estaba azorada, no le gustaba nada que viéramos ese aspecto del socialismo chino: pobres pidiendo en la calle.

Ya en el coche intercambió unas palabras en cantonés con el conductor; los dos parecían disgustados. Colorada como un tomate, se volvió hacia atrás y, tras un balbuceo inicial, concretó su preocupación.

-¿En España también hay pobres?

-¡Claro, mujer! –le contestó Alonso con ánimo de tranquilizarla-,  y también piden limosna a la entrada de los templos… ¡Ya ves: el hombre ha llegado a la Luna pero en la Tierra sigue habiendo gente que tiene que mendigar!

El rubor desapareció de inmediato y el crispado rictus que descomponía su cara desde que abandonáramos el Seis Banyan dejó paso a una relajada sonrisa.

Lo cierto es que no tenía planificado llevarnos a esa zona de la ciudad; en cambio, para nosotros, era una visita imprescindible. Fue necesario que hiciera repetidas llamadas a sus jefes (la agencia de Guangzhou, como en el resto de la China continental, era y sigue siendo estatal) para que pudiésemos acercarnos al barrio donde se encuentra el Seis Banyan: Ellos estaban empeñados en que viéramos los bonitos jardines y llevásemos una buena impresión de la ciudad; y nosotros en  visitar templos y pagodas.

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