Decir Tailandia es evocar muchas cosas, y los mercados, siempre presentes en todas partes y a todas horas, es una de sus características más relevantes. Pero recordando la persecución por el mercado nocturno de Chiang Mai, Joaquín se empeñó en acompañarnos: “El chofer y yo les haremos de guardaespaldas”, decidió. No nos opusimos.
El mercado nocturno de Chiang Rai era muy abierto y espacioso, los tenderetes no estaban apiñados y los visitantes se movían con mayor libertad que en otros. También la artesanía y, en general, toda la mercancía expuesta, parecía más auténtica, más de primera mano; como si los artesanos, los creadores, fueran los mismos hombres y mujeres de las aldeas de allí al lado. Deambulamos por entre los cientos de puestos deteniéndonos en los que reclamaban más atención por su variedad y belleza: coloridas máscaras de distintas deidades, indúes, budistas o de personajes del Ramakien; cajas de distintos tamaños y utilidades decoradas con incrustaciones de madreperla y esmalte; ligeros búcaros de laca negra con dibujos en oro y ocre; abanicos de madera fina pintados a mano, o sin pintar, a precios mínimos; tapices multicolores en brocado de seda o bordados con abalorios; muebles de todo tipo, grandes y pequeños, en madera de teca, bambú, rattan… Miles y miles de objetos esperando su oportunidad, el momento de ser elegidos para un destino incierto: acabar en un cajón junto a los de tantos otros países, o ser acogidos con ilusionada sonrisa y agradecimiento. Llegado el momento de la efímera pero chispeante relación entre comprador y vendedor que se produce con el inevitable regateo, se entabla en uno una lucha interior para hallar el punto justo entre el derecho a no dejarse engañar y la empatía con los que menos tienen.
Seguidos por el chofer de inquietante mirada y el luchador de artes marciales, cargados ambos con nuestros paquetes, abandonamos el mercado nocturno.
Al pasar por una plaza engalanada con guirnaldas y cintas de colores, oro y plata, iluminada por potentes focos y filas de faroles chinos, nos detuvimos a descansar sentados alrededor de una mesa de terraza. Un sonido de revista musical inundó el aire, y por un pequeño escenario ambulante, abierto a la plaza, empezaron a desfilar esculturales tailandesas en bikini de satén años 20, plumas y abalorios bailando y cantando al más puro estilo de revista americana.
El chofer permanecía callado y taciturno, pero Joaquín parecía disfrutar con el espectáculo.
-Son guapas ¿verdad? Merecerían estar en un concurso de belleza -dijo- ¿no les parece?
-Desde luego –respondió Alonso con gesto de admiración.
-Los cirujanos plásticos de Tailandia son muy famosos, viene gente de todas partes del mundo a operarse aquí -añadió mirándonos alternativamente, sonriendo con picardía-; tienen mucha experiencia.
Decepcionado por nuestra falta de interés en la conversación espetó:
-Pues sepan que de su país vienen muchos a operarse: allí no les permiten cambiar de sexo, aquí sí.
Parecía encontrarse incómodo hablando con tanta sutileza, y añadió de forma brutal:
-Esas guapas mujeres que ven no son mujeres, son hombres, ¡hombres!, ¡katoy!
¡Era increíble! ¡Menudo chasco! Las-los miré de arriba a bajo con ojos distintos, entre incredulidad y admiración; esa información cambiaba la forma de ver el espectáculo; evidentemente, no era lo mismo que fueran chicas que chicos. Pero… ¡seguían siendo igual de guapas…!
Vídeo de ladyboys
36. La bolsa de mano y el extraño policía.