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A Myanmar. Lago Inle5

 

¿Era sólo eso o el refugio de los intha, la laboriosa etnia que lo hacía habitable? Estos son pescadores, naturalmente. Pero eso no es lo extraordinario. Nada que pudiera imaginar del interior de un lago podría asombrarme más que lo que ya se me ofrecía sin más que volver la mirada de las casas sobre pilotes a los enjutos pescadores, que bogaban un remo con la pierna, o a las tupidas masas de jacintos de agua y, más adelante, amplios rectángulos flotantes ensartados con cañas ¿eran huertas?, sin duda eran tomates, judías, pimientos, no tardarían más de un mes en salpicar el verde de frutos, en colorear el azul de puntos rojos y verdes.

Ese día, el de la llegada, hacía un sol radiante. Un vuelo directo desde Bagan nos había llevado a esta región del nordeste de Myanmar que va desde el Tibet hasta Tailandia. A los lados de la carretera, que partiendo de Heho llega hasta el lago, los campos de arroz resplandecían encharcados a la espera de los nuevos plantones que colocaban las campesinas doblándose e incorporándose rítmicamente en filas de a cuatro como figuritas de un bucólico ballet pastoril. Igual de bucólico era nuestro alojamiento en un brazo del lado norte del lago, una encantadora cabaña en una apartada orilla  donde no había sonido más fuerte que el canto de algún pájaro (las barcas que entran al canal están obligadas a apagar sus motores y continuar a golpe de remo, casi siempre con la pierna). Por su situación nos veríamos obligados –no sin gusto- a recorrer gran parte de los 20 Km de largo que tiene el lago, incluso varias veces al día, para acudir al mercado de cinco días de Nan Pan, al pueblo flotante de In Paw Kone o a Ywama, donde se encuentra el Phaung Daw Oo Paya, el templo más sagrado de la zona, y a otros lugares singulares del extremo sur del lago.

Recuerdo cuando visitamos el Phaung Daw Oo Paya la recua de críos que esperaba alerta al pie de la escalinata. Y cuando la barca arrimó, la docena de pequeñas manos que la agarraron por la borda para tenerla sujeta mientras bajábamos (el mandato budista de ayuda al prójimo tan presente entre las gentes de este país). Una niña, delgada como una hebra, de dulces rasgos y gesto impasible, con la seriedad propia de una pequeña princesa, sorprendió a Alonso tomándole de la mano, ofreciéndole en silencio ser su lazarillo. Era tal su naturalidad y decisión que como si de un ineluctable rito se tratara, Alonso se dejó conducir, y sorteando las vendedoras, instaladas en los ornamentados pasillos, lo condujo ante el altar de los cinco budas dorados  cuyas imágenes, debido a las sucesivas capas de oro que las han ido cubriendo, se han transformado en parejas de esferas con la superficie acartonada. Luego, mientras Alonso me instaba a comprar -sin regateo- los cuatro pringosos dulces que la pequeña aseguraba (y él la creyó) haber hecho ella, y a pesar del cuidado que ponía su lazarillo en conducirle por las zonas más limpias de los transitados pasillos, una espina, posiblemente la única en todo el recinto, fue a parar a la planta de su pié izquierdo. Ni un minuto había pasado desde que se quejara del pinchazo y ya las largas y fuertes uñas de una mujer môn, que apareció de repente, habían extraído limpiamente al incómodo huésped (compasión budista, siempre presente).

Cuando la barca se acercó a recogernos, los niños reaparecieron y la amarraron nuevamente.

Más allá están los edificios de madera del pueblo lacustre de In Paw Kone. En el interior de algunos de ellos, unidos por pasarelas sobre pilotes de cinco metros de altura, en un  espacio diáfano, aunque en partes sombrío, y húmedo, tiene lugar ese acto prodigioso en que los hilos abandonan la solitaria monocromía de sus bobinas para unirse sobre la trama en una sedosa sinfonía de líneas de colores o perderse en el fondo de una brillante tela tornasolada. Pero sin duda, la estrella de estos telares es el loto. No conozco ningún otro lugar del mundo que utilice esta planta para tejidos ya que además de que sólo se puede coger cada seis meses, el hilado es un trabajo muy delicado porque las fibras son cortas y se rompen con facilidad; de ahí que la más mínima prenda adquiera precios tan altos.

A Myanmar (Inle)30Dos días después, una mañana en que las nubes se perseguían sobre el azul y eran atrapadas por el lago en su efímera quietud, nos adentramos por una de las ramificaciones del suroeste del lago hacia el lugar de Indein. El canal pasaba por un monasterio shan, un pueblo padaung y un mercado flotante y ahora era poco más ancho que la barca. A cada tramo, de una longitud que no puedo precisar, encontrábamos vallas de limo, palos y arbustos para retener el agua; esclusas naturales. Ascendíamos; se oía el rugido del motor cada vez que saltábamos sobre una represa, y se sentía el brusco roce de ésta con el fondo plano de la barca.

  Poco antes de que el canal se desparrame en una pequeña laguna verde, que se pierde entre los árboles, encuentras un bosque de bambúes que se alza en lo alto.

 Una joven shan nos dio la bienvenida y dos padaung, con sus cuellos de mujer jirafa alargados por la anillada cárcel dorada, se acercaron con una bandeja con bebidas y toallitas aromáticas para refrescarnos (¡qué anacrónica estampa!). Nos condujeron a través de un laberíntico bosque de bambúes hasta un espacio abierto, y sin embargo íntimo, donde los verdes troncos, desnudos, altos y elegantes de los bambúes convertían el claro del bosque en una pequeña burbuja: mesa, mantel, vajilla, vino, sonrientes camareras y una excelente comida que alguien cocinaba sólo para dos; una puesta en escena imaginativa que, siendo protagonistas únicos, nos cogió por sorpresa.

Abajo, avanzando por la orilla del canal, un niño pastoreaba una pareja de búfalos.

El inconveniente de estas inesperadas delicias fuera del previsible contexto lógico, es que cuando te levantas y abandonas la burbuja del idílico claro en el bosque de bambúes para dirigirte al pueblo que has venido a visitar, te topas de bruces con el rostro genuino del lugar ¡Dios, qué contraste! A menos de un metro de distancia, un falso llorón te persigue durante todo el camino con sus estentóreos lamentos ofreciéndote algo que ni te dignas mirar porque sus esperpénticos lloros han silenciando el canto de los pájaros. Y lo odias por eso. Y le reprochas íntimamente que no esté entre esos otros niños que, despreocupados, entre risas, se empujan unos a otros y se tiran desnudos a una charca de aguas limosas formando una de esas estampas bucólicas que tanto apreciamos. Una pobre familia te ofrece su sonrisa a pesar de tu negativa a comprarle sus tazas de bambú. No sólo comprende que es porque ya le has comprado un par a la pequeña que tiene por vecina, sino que incluso les añade un mérito (caridad budista obliga): aseguran, el hombre y la mujer, que las de la niña tienen más valor que las suyas porque están pintadas por ella. Y todavía, a punto de alcanzar el santuario de Nyaung Ohak, con los lastimeros quejidos de unos y otros pegados a la oreja, te adentras en un largo pasillo flanqueado por pares de ojos que no quieres ver (al contrario de lo que haces siempre). Y miras hacia delante, sigues adelante buscando una escapatoria a esta sucesión de problemas que no está en tu ánimo resolver porque no has ido allí para eso. Quizá todo esto se deba a que la burbuja del bosque de bambúes te ha hecho creer que te habías convertido en una princesa y reclamas el derecho a una burbuja permanente. Sin embargo, al entrar a la segunda burbuja… ¡Ah, cómo te remuerde la conciencia!

Estupas de nuevo. Pero éstas son distintas a las de Yangon, Mandalay o Bagan. Están apiñadas sin orden ni concierto, algunas inclinadas a punto de caer, invadidas de tierra roja y colonizadas por arbustos; otras tienen el htyi torcido, como el bombín de un crápula que se tambalea sobre su cabeza después de una fiesta, o ha desaparecido; monumentos rajados; esqueletos carcomidos de un santuario abandonado; un cementerio de estupas.

 

A Myanmar (Inle)21


El cielo bajó sobre el lago con abombadas nubes grises henchidas de lluvia. Apenas alcanzamos la barca que aguardaba frente al bosque de bambú, la lluvia cayó con tibieza, pero fuerte y sin medida como sucede en los trópicos; de ordinario breve, pero no ese día. Nunca me había mantenido tan quieta, conscientemente, ni durante tanto tiempo, acurrucada detrás de Alonso en el fondo de la barca bajo un paraguas que a duras penas soportaba la embestida de las ráfagas de agua lanzadas por miles de ametralladoras, sin poder mirar el paisaje, ahora blanco y negro. Y volvimos a saltar sobre las represas y encontramos el lago cegado por impenitentes cortinas de agua,  hostil y solitario.

Cuando llegamos a la cabaña, dejó de llover.

Poco después las nubes se tintaban de naranja. Y desde la terraza de nuestra cabaña vimos cómo el sol, ausente todo el día, se despedía zalamero, con encendidos besos a nuestro anhelante trozo de lago.

 

Africa.Botswana (Camp Selinda-Linyanti)a.4

15. Amazing Ngapali Beach, el sueño reparador de Myanmar

Tag(s) : #Naturaleza
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