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A Myanmar (Bagan)3

 

     Las horas esperando el atardecer de aquel primer día se fueron llenando de sensaciones nuevas que aún hoy, en algunos casos, no alcanzo a comprender por qué les doy tanta importancia. A pesar de lo que dicen que los viajes sirven para conocerse más a uno mismo, los sentimientos, a veces, dan paso a confusas ideas y entorpecen la razón, y ciertas ideas precipitadas engendran sentimientos que no hacen si no aportar confusión a nuestras vidas, hasta entonces tranquilas.
    A la entrada del Chaukhtatgyi Paya, unos niños, con las caras cubiertas de thanakha, se entretenían jugando con cascotes, restos de yeso y madera, de la obra de embellecimiento de la cubierta del templo.  Éste era más bien feo, como un hangar engalanado para una fiesta de fin de año, con vigas metálicas a la vista como un mecano y columnas plastificadas con colores chillones haciendo dibujos de mosaicos plateados. Pero el inmenso Buda recostado cuyo cuerpo aparecía envuelto en ricos ropajes dorados, parecía satisfecho del aire que le rodeaba, sublimado por el aroma a incienso y flores, velas y bombillas de colores, desde la lejanía de su Iluminación, donde ninguno de los males de este mundo le perturban; su rostro sonriente de mirada serena era reflejado por miles de espejitos de múltiples colores.

Birmania-Indonesia K 049

    Una vez fuera, una niña desarrapada, de unos doce años, que sujetaba por los brazos a un pequeño que se tenía en pie a duras penas, se separó del grupo y se plantó ante nosotros. Tenía la cara sucia y al niño le caían los mocos. Enseguida se le unió un muchacho, con la cara pintada con thanakha formando un extraño dibujo que le cubría la nariz y culminaba en la frente. Nos observaba fijamente con una mirada extraña, demasiado dura para un niño de su edad; una dureza retadora que ocultaba su propio desamparo;  y sin embargo no era insolente.
    Parado en lo alto del montículo de cascotes, sus ojos almendrados de pupilas dilatadas, enrojecidos por la fuerza de la extrema determinación de un adulto agraviado, se clavaron en las mías durante un instante prodigiosamente largo. Nunca en mi vida había visto una mirada como aquélla: de contenida rebeldía, de doloroso sometimiento acusador, de temores, abusos y rencores acumulados por generaciones o, quizá, por sus hermanas o por él mismo. Conmigo, advertía al mundo, con la humildad y valentía propia de un chiquillo respetuoso, que ningún agravio quedará impune para esta generación nueva, decidida a no seguir perdiendo un solo paso de vida mientras que otros de su edad encaminen los suyos a alcanzar el nirvana, con o sin ayuda, en una o en varias vidas.
    Se volvió de repente, perdido el interés, igual que hace un cachorro de león sorprendido sólo en medio de la sabana cuando se da cuenta de que formas parte de un todo inofensivo. Ella, que hasta entonces había permanecido seria, sonrió temerosa y, sin dejar de mirarnos, levantó la sucia camiseta del pequeño dejando a la vista su sexo como si ser varón tuviera una relevante importancia. Fue una escena cuyo sentido no podría descifrar, pero me inspiró una repentina tristeza.

Rostros de Myanmar1

    Se acercaba el mediodía, y aunque el sol aparecía aplacado por un cúmulo de nubes bajas, decidimos pasar el resto del tiempo de espera al abrigo del Governor’s Residence en el barrio de las embajadas. Aquella burbuja orweliana de los días de Birmania mantenía a raya el calor, y el ruido y los olores rebotaban en el exterior de sus muros de hormigón como en repuesta a algún conjuro de la era colonial. Atravesamos el pequeño lago que rodea la Residence caminando sobre un dique que, disfrazado de puente de madera, separa eficientemente las verdosas aguas estancadas, habitadas por amigables carpas, de las otras, claras y asépticas, de una refrescante piscina alrededor de la cual, sobre hamacas repartidas por el césped, descansaban algunos cuerpos ávidos de sol, blancos como la tiza;  y por un laberíntico entramado de verandas y pasarelas llegamos a nuestra habitación. Cuando al esperado atardecer nos reencontramos con Ma Lo, se hallaba en compañía de una compañera de trabajo, morena, guapa, vestida a la occidental, que con inusitado desparpajo aprovechó que Alonso es médico para hacerle una consulta: al turista italiano al que servía de guía le había salido un sarpullido. Despachada la consulta con la amabilidad que le caracteriza, dejamos a la moza asomada a la veranda, las carpas arremolinadas delante de su sombra, bullendo ansiosas, formando torbellinos bermellón con sus ojos saltones emergiendo a la superficie, abriendo la boca hacia aquellas manos que, vacías de pienso, simulaban echarles comida. Camino de Swedagon Paya, Ma Lo comentó que la osadía de su amiga siempre le había dado buen resultado: Aprovechando la invitación de una pareja de turistas había visitado España en dos ocasiones, alojándose en su casa. Ahora el hombre se había separado de su mujer y, dentro de dos meses, iban a casarse. (No podía dar crédito a lo que estaba oyendo, los ojos debían estar saliéndome de las órbitas cuando dije: ¡Me pregunto qué habrá pasado con el guía masculino que teníamos asignado!).

A Myanmar. Mingun4

 

5. El tiempo de unos mantras en Swedagon Paya

Tag(s) : #Reivindicativo
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