Pasado el mediodia llegamos a la aldea de Almonte, el sol se reflejaba en las blancas paredes de las casas, algunas rematadas por relucientes espadañas, y la arena de la plaza crujía al paso de las ruedas de los coches. Faltaban cuatro días para que los cofrades de las distintas hermandades, peregrinos y acompañantes, llegasen de todas partes de Andalucía y de otros lugares del país para rendir homenaje a la Blanca Paloma; más de un millón de personas se darían cita por Pentecostés en este emblemático lugar como ocurría cada año.

Nos reencarnamos en una pareja de mediana edad que pudiera integrarse en un grupo de peregrinos. Pero debíamos prestar especial atención al atuendo, sobre todo el de la mujer, con traje de volantes y clavel en el pelo. Alonso, con sombrero cordobés y chaquetilla corta, tenía la ventaja de poseer una prodigiosa voz para el cante con que entretener el camino que, a través de carreteras y de bosques y arenales y marismas de Doñana, podría durar hasta tres días con sus noches. Carretas engalanadas, bien pertrechadas, y caballos andaluces enjaezados para el acto más importante del año.

No obstante, lo fundamental, lo que nace de la fe y la esperanza no se podría conseguir tan fácilmente. Y eso sólo cada uno de nosotros lo sabíamos.
